La narcosis de la pasión
Desde ese día en que la vió, no dejó de pensar en ella.
Llevaba un abrigo rojo y zapatos de talón; su pelo cobrizo parecía tan fino como la misma seda, y revoloteaba libre con la brisa gélida del viento invernal.
Y sus ojos, ¡cómo olvidarlos!
Emanaba una mirada platina tan penetrante, que justo cuando se fijó en él, notó que se le hundía un dardo envenenado de aquella substancia tan ingenua y aventurada, a la que llamamos amor.
Hasta que un noche, mientras cerraba la tienda, apareció por segunda vez. Volvía a llevar ese abrigo escarlata que tanto le gustaba, tan fantástico, como si fuera de película.
Una vez los dos solos en casa, ahí fué cuando la magia empezó.
Sus labios, áridos y carnosos, se chocaron con intensidad con los suyos. Tenían un sabor dulce, tan delicioso, que parecía degustar un bombón de chocolate del cuál en el interior se ocultaba licor.
Desprendía un olor rosas húmedas de un cálido rocío de estío, tan agradable...
Se tumbaron en la cama sin separar sus bocas, compartiendo la pasión que sentían el uno por el otro. Y mientras ella lebantaba sus brazos acariciando su pelo, él paseaba sus manos por todo su cuerpo, resiguiendo cada curva perfecta de su cuerpo.
Por un momento se detuvieron, y se miraron fijamente a los ojos.
Era tan bella.
Su piel tan pura, con cada una de sus pequeñas y graciosas pecas, sus cabellos como lazos que dibujaba formas abstractas por las sábanas...
Los dos sonrieron a la vez,
y se fundieron en uno,
como dos muñecos de plomo fundidos por el fuego.
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